Cuando yo tenía aproximadamente la misma edad que los chicos a los que van dirigidos estos libros (o me encontraba, al menos, en el tramo superior de esas edades), cayó en mis manos una publicación que se llamaba El Puntal. Revista de Canarias. Allí pude leer un poema escrito por una mujer cuyo pelo negro alguien comparó con una aulaga, a lo que respondió que se enorgullecía de que su cabello pudiera recordar a una planta africana. Algún tiempo después supe de un libro titulado Cuentos canarios para niños. Y un poco más tarde me encontré también con una Guía Didáctica para Maestros referida al libro anterior. Lo que no sabía entonces es que un montón de años después tendría el placer de conocer y tratar en persona a Isabel Medina, la autora de ésas y muchas otras obras más. Mucho menos me imaginaba que un día iba a tener el honor, y la responsabilidad, de presentar dos de sus libros, que tratan sobre el Malpaís de Güímar. Y que lo iba a hacer, precisamente, aquí en Güímar. Lo cual es una doble responsabilidad, porque me parece que todas las personas de Güímar guardan un tesoro en el Malpaís. Hasta yo, que no soy de Güímar, conservo allí el mío propio, como espero poder desvelar casi al final.
Estos libros (como otros anteriores de Isabel Medina, por otra parte) han sido publicados por Anaya, una editorial de ámbito estatal, si no internacional. Que esto sea así me suscita la reflexión —y yo puedo estar equivocado— de que es posible superar la visión del ‘victimismo canario’. O, expresado de manera más positiva, que no se trata sólo de aplicar ‘soluciones universales a los problemas canarios’, sino de aprender de las soluciones canarias para los problemas universales (como expresó una vez el Catedrático de Geografía Eduardo Martínez de Pisón). Pues en efecto, estos libros tratan de problemas universales, como la relación de los seres humanos con la naturaleza; y en particular, del más actual y concreto: cómo gestionar lo que nos va quedando de espacios más o menos ‘naturales’, como en este caso el Malpaís de Güímar, pero aplicando soluciones originales y creativas, pensadas desde aquí, por gente de aquí, que intenta dar respuesta a los problemas.
A propósito del Malpaís de Güímar, ¡qué magia especial tiene ese lugar y su entorno, que ha logrado motivar en torno suyo varios libros y guías, campañas, actos culturales y reivindicativos, una Iniciativa Legislativa Popular, una declaración de Bien de Interés Cultural…! Y ahora, no uno, sino dos libros de cuentos dirigidos, respectivamente, a niños y jóvenes. Isabel Medina tampoco podía quedar ajena a este hermoso esfuerzo, como iremos viendo enseguida.
El primero de los libros, El tesoro del pirata Cabeza Perro, está dirigido preferentemente a niñas y niños de 8 a 12 años. Isabel, que ha sido madre y maestra, pero por encima de todo es persona llena de sensibilidad, sabe meterse muy bien en la cabecita, pero sobre todo, en el corazón de los niños. A Héctor, el protagonista infantil del cuento le había explicado su padre que el nombre de ‘malpaís’ venía “porque, al ser de lava, que se había secado después de haber sido fuego de un volcán, no se podía caminar descalzo. Y con tenis tampoco, pensó Héctor, pero no dijo nada”. Benditos tiempos éstos, donde todos los niños y las niñas, y las personas adultas, no tienen que andar descalzos, y pueden definir un malpaís a través de las sensaciones imaginadas del contacto de la tierra con la planta de sus piés. No hubiéramos podido decir lo mismo hace poco más de medio siglo.
El niño Héctor vive una aventura de libertad. Libertad no es abandono: sus padres están ahí y realizan un ‘seguimiento’ (aunque sea a través del teléfono móvil). Yo creo que ya en Güímar, como en casi todas partes, la gente menuda no puede jugar en la calle, que es espacio dominado por los automóviles. Pero detrás de esa ausencia de niños en la calle sobrevienen otras muchas ausencias. En Occidente, hemos construido un mundo donde la identidad infantil se realiza, cada vez más, en oposición a los valores que deben caracterizar a la etapa adulta: responsabilidad, competencia, fortaleza, iniciativa…; no nos acordamos que esta caracterización absoluta es resultado de una construcción social e histórica determinada y no un rasgo universal (ni mucho menos natural). A partir de ahí se ha ido consolidando un modelo de segregación espacial, que percibe y trata el espacio público como un ámbito propio y exclusivo para la gente adulta, a la vez que fuente de riesgos y peligros para los más pequeños. Recuperar el territorio para los niños (el espacio de la calle, de la ciudad, del campo… o del malpaís) es ganar un territorio más apto para todas las personas, empezando por aquellas que tienen necesidades especiales.
A lo largo del relato, la autora va explicando nociones de entomología: la cucaracha ciega, la araña del interior de los tubos volcánicos —casi sin color, con patas largas y antenas increíbles—. Estas explicaciones no aparecen en cualquier parte, sino en momentos de clímax, como cuando el niño explorador encuentra el mapa del tesoro. Pero esa historia natural se adereza con cuestiones referidas a la historia humana. El mundo de los guanches, creo, sigue fascinando a la infancia canaria de hoy, como nos fascinó a los que fuimos niños antes. En sus referencias a los antiguos pobladores de Canarias, Isabel contribuye a otra tarea que a mí me parece importante en estos momentos, y que tiene la mayor actualidad: recuperar el sentido mágico y trascendente del paisaje. Es bueno recordar, por ejemplo, que en una isla grande y rica como Islandia se protegen lugares y paisajes porque en no pocos casos están también asociados a la mitología y la leyenda nacional.
Y ésta es una de las ideas claves de ambos libros: asociar la naturaleza a un tesoro. Volver a hacerlo, más bien. Venimos de una pérdida de la conciencia de que dependemos de la Naturaleza (como ya empezó a poner de manifiesto Goethe, en los albores de la industrialización). Dice uno de los personajes de la novela: “Paparruchas son todos los tesoros que nos alejan de la naturaleza”. Pero existe otro tesoro que se nos va a descubrir a continuación: es la biblioteca de don Gumersindo (un loro humanizado que representa otro de los personajes principales). Los dos tesoros aparecen, entonces, juntos: naturaleza y cultura, al fin reunificadas. Esta idea será luego reiterada en el segundo libro, aunque la voy a anticipar aquí. Isabel siembra el amor a los libros. Y construye una figura muy hermosa: la biblioteca en el corazón de la naturaleza, en lo más hondo de la Cueva Honda del Malpaís; y la naturaleza en el interior de los libros, en las descripciones que de ella hacen sus páginas. Es como un juego muy sugerente —y muy sabio— de interacción mutua entre esos dos polos, Naturaleza y Cultura, que han sido objeto de preocupación en toda la buena literatura universal. La naturaleza produce la cultura, que a su vez transforma o estudia a la naturaleza (lo que, según creo, constituye un argumento recurrente en muchas obras clásicas de la literatura, en las que la cultura se representa como el instrumento de una constante recreación de la naturaleza).
Antes de abandonar el libro infantil, no se debe olvidar el cuidado trabajo del ilustrador, Carlos Velázquez, que ha sabido meterse en la piel del Malpaís y de los personajes. El siguiente libro no va acompañado de ilustraciones —salvo la de la portada— pues se espera ya, supongo, una mayor capacidad de abstracción de sus lectores juveniles, por encima de los 12 años. Y ambos libros, el de los pequeños y el de los mayorcitos van acompañados de un CD audio: un disco con canciones de Marisa y su grupo. A mí me pidieron que presentara los libros. La música, además, no se presenta hablando de ella, sino escuchándola. Es otra de sus diferencias con la literatura. Aún así, no me resisto a decir unas breves palabras de la música que acompaña a estos libros; tan breves, que son sólo tres: Calidad. Dignidad. Y emoción. No es nada frecuente ver estas tres categorías reunidas en las canciones que se dirigen a los niños y las niñas, para ayudar aún más a que las hermosas ideas contenidas en las letras entren dignamente en resonancia con los cerebros infantiles. Además, el disco contiene algunas sorpresas muy especiales para todas aquellas personas que hayan vivido, aunque sólo sea una vez, la madrugada del 7 de septiembre en Güímar (ya sabrán a lo que me refiero…).
El segundo libro se llama El guardián del malpaís. Siendo un lugar lleno de belleza, no por ello deja el Malpaís de padecer problemas: ahí están las bolas de piche arrojadas por la marea; o el problema de la erosión del cono de la Montaña Grande, debido a la reciente y mala costumbre de lanzarse a la carrera por uno de sus flancos (asunto del que después nos ocuparemos de forma particular). Por esta razón, la autora anda en busca de la complicidad con los lectores, muchachos algo mayores como ya se dijo. Un personaje transgresor, simpático, antiguo pirata reconvertido a agente conservacionista, se convierte en el arquetipo a imitar. Cabeza de Perro constituía un fenómeno maldito en el imaginario histórico popular. ¡Quién no había oído hablar, por lo menos hasta hace algunos años, de los crímenes terribles cometidos por aquel tipo siniestro! En cambio, Isabel Medina lo redime. Esta novela representa así el ideal de todas las personas que consideran, que consideramos, que la conducta de los seres humanos, buenos o malos por naturaleza —ésa es otra cuestión—, puede modificarse mediante la acción social; que todo el mundo tiene una segunda oportunidad; y que la desaparición física, por poner un caso, impide que un sujeto pérfido se transforme en un ser capaz de hacer el bien.
Como en el libro anterior, pues esta idea es común a ambos textos, se recrean determinados mitos del imaginario colectivo. Es bueno recordar que la fuente en que bebían los grandes escritores de cuentos en Europa (Perrault, los hermanos Grimm, Andersen…), como en el resto del mundo, eran la tradición y las leyendas orales. Estos autores, partiendo de su capacidad de escucha, reinterpretaron la literatura oral popular de manera creativa y la convirtieron en literatura escrita y universal. Es lo mismo, exactamente, que hace Isabel Medina en el siglo XXI, con varias leyendas de Güímar, entre ellas la ya citada de Cabeza de Perro, la de la Casa del Miedo o la de la Niña de las Peras.
Hablando de esta última leyenda: la carta de su madre a Juana, la desaparecida Niña de las Peras, escrita en San Juan de Güímar de Arriba el 19 de junio de 1924, me resultó profundamente conmovedora. Me pregunté el porqué. Supongo que el ejercicio literario de establecer una conexión emocional profunda entre el pasado y el presente tuvo mucho que ver. Hace no tantos años, en Güímar se padeció una extraña moda, creo que más impulsada desde afuera que desde dentro, que hablaba precisamente de ‘puertas’ que permitían trasladarse en el tiempo, y que se situaban en determinados barrancos y otros puntos de este término; se pretendía hacer pasar por realidad una superchería inventada para poner en valor ciertos sitios que ya reúnen méritos naturales y culturales muy sobrados y que no necesitan adornarse con nuevas fantasías para ser puestos en valor. Lo que Isabel viene a demostrar aquí, además, es que es posible viajar con la imaginación, estimulada por la buena literatura, y conectar momentos diferentes del tiempo y del espacio.
Me gustaría abundar todavía un poco más en esta sugerencia de tender puentes espacio–temporales, que estimulan una creatividad positiva. Por las mismas fechas de esa carta imaginada, en los años veinte del pasado siglo, se estaba poniendo en marcha en Güímar una mini–central hidráulica, que durante varias décadas abasteció de electricidad, de forma bastante temprana, a este núcleo y a su entorno. Güímar ensayaba por aquellos años lo que hoy podemos denominar, sin temor a equivocarnos, un modelo de modernización sostenible. Ese modelo no continuó extendiéndose, y se desvaneció, porque la extensión de la civilización basada en la energía concentrada del petróleo, traído desde muy lejos, se impuso. Pero ahora, que conocemos los problemas que esa civilización ha traído, y que además sabemos que el petróleo se va a ir terminando, tenemos la obligación de reinventar otra forma de civilización basada en los recursos locales, renovables y limpios. Es como si tuviéramos la oportunidad —y el deber— de recorrer hacia atrás el camino de la desaparecida Niña de las Peras hasta el tiempo en que su madre escribía, negro sobre blanco, aquellas sentidas líneas de amor maternal; y pudiéramos reencontrarnos otra vez con las posibilidades que nos brinda nuestra Madre Naturaleza, en San Juan de Güímar de Arriba y en tantos otros lugares. Y mientras yo iba pensando, y anotando, todas estas cosas que me sugería la lectura de Isabel, me encontré con que unas líneas más adelante ¡ella misma nombraba a la Hidro e invitaba, aunque fuera de forma muy sutil, a establecer esa conexión!
Voy a ocuparme ahora de otro aspecto, a mi modo de ver, central de estos trabajos: su carácter de experimento de ingeniería social (de Isabel Medina y también, supongo, de los inspiradores de este libro, la gente que trabaja en el área de Medio Ambiente y Paisaje del Cabildo). Me refiero al tratamiento del problema que supone para el paisaje del Malpaís la mala costumbre de lanzarse corriendo montaña abajo el Día del Socorro. La novela sugiere, entre otras cosas, la idea de plantar una escultura del pirata Cabeza de Perro al pie de la Montaña con un letrero que diga: “No subas. Quiérela como la quiero yo”. Pero antes ha planteado con mucha sensibilidad e inteligencia una inquietud entre sus lectores sobre las consecuencias de ese fenómeno. Lo que intenta ahora Isabel es toda una innovación: cambiar una práctica ambientalmente nociva a través de la literatura y la pedagogía. Seguiremos con interés, en los próximos años, la incidencia de este interesantísimo ensayo en la conducta de los jóvenes que acudan a la Bajada de El Socorro.
No quiero dejar de mencionar, al respecto, otra idea que me parece importante, y que nos ha hecho observar el psicólogo y ecologista Antonio Hernández. Es posible que hayamos llegado ya a una situación en la que las personas que fueron socializados en valores ambientalistas durante la infancia, enfrentan una grave contradicción al llegar a la edad adulta: se encuentran y se tropiezan con una realidad económica e institucional profundamente antiambientalista que, en efecto, contradice los valores con los que fueron formados a través del sistema educativo.
Otra idea preciosa que sugiere el texto es la de rehabilitar las heridas de la Montaña Grande (la Montaña de Archaco de los guanches y de los güimareros hasta hace un par de generaciones). El trabajo de Isabel Medina supone reiterar una vez más en la historia una formidable fe en el futuro: la convicción de que los valores pueden ser sembrados en el alma de los seres humanos, en la inteligencia y en el corazón de las personas.
También, aunque se trate de novelas dirigidas a niños, o a adolescentes, no faltan auténticas ‘perlas de sabiduría’ válidas para cualquier edad. Así, por ejemplo, dentro de la ‘Canción de la Bajada’, cuando se refiere a la danza de las cintas (que ejecutan precisamente niños y, cada vez más, niñas de Güímar) con estos sencillos y potentes versos:
“trenzan y trenzan las cintas
que la vida destrenzó”.
En otro lugar señala Isabel: “Por una vez, los vencidos levantan la cabeza y enseñan de par en par las cicatrices de la historia”. El Socorro apunta, en efecto, la revancha de los vencidos de la historia. Los caciques, los poderosos, cargan la Virgen y sudan; se llenan de polvo como todo el pueblo. Los guanches son protagonistas, en exclusiva, durante toda la ceremonia que escenifica la aparición de la Virgen: no se incluye en ella ni un español, ni un cura. Y hasta los ecologistas (esos malditos enemigos de Nivaria para cierta prensa enloquecida) lograron que cuajara una Iniciativa Legislativa Popular en un Parlamento que tantas otras veces se mostró refractario a las reivindicaciones populares. ¿Será El Socorro como una especie de carnaval religioso y laico a la vez? Carnaval en el sentido de que se invierten los papeles históricos. En El Socorro aprendemos cuán importantes son instituciones colectivas como las ceremonias, leyendas, rituales o liturgias populares, pues representan un síntoma inequívoco de humanidad. Son, justamente, las que nos hacen más humanos. Y hacen también la vida humana más digna de ser vivida. Güímar ha defendido con orgullo e inteligencia algunas de esas señas de identidad, con más eficacia que en otros lugares que conocemos. La dictadura del mercado, o del capital, sin ataduras de ninguna clase, intentó disolver siempre y en todo lugar ese tipo de redes socioculturales. El hecho de que hoy tengamos ahí debajo ese tesoro natural y cultural representa un pequeño gran triunfo de la humanidad contra el dominio del monstruo que intenta, con éxito desigual, convertirlo todo en mercancías.
Un poco antes de terminar quisiera tener el atrevimiento de desvelarles a ustedes cuál es para mí el tercer tesoro del Malpaís, junto a los de la Naturaleza y la Cultura que nos propone sabiamente Isabel Medina. Ese tesoro secreto se llama cooperación. Una cooperación como la que se dio aquí, hace pocos años, a través de la Plataforma Ciudadana en Defensa del Malpaís de Güímar y el Camino del Socorro, y de toda la red de complicidades tejida en torno al amor a la tierra y a la propia comunidad. En ella participaron los naturalistas, los cazadores, la Cofradía de los Guanches, los ecologistas, los científicos, los curas, la banda de música de Güímar, los comerciantes, la gente mayor…). La ciudadanía güimarera —con muchos aliados externos, es importante destacarlo— supo defender este espacio a lo largo del tiempo, pero de forma más explícita durante las últimas dos décadas. Ese empeño colectivo tuvo una fase decisiva en la ‘batalla entre el Malpaís y el Polígono’ —como la denominó mi amigo Pedro Damián Hernández hace poco (en el Pregón de las Fiestas de El Socorro)—. Constituye uno de los ejercicios más hermosos de coraje cívico y democrático de nuestra historia reciente, que hiceron posible personas de aquí, o de cerca de aquí, como Octavio, José Carlos, Pedro Damián, Pedro Alberto, Jorge, Fefi, Montse, Nelson, Javier Eloy, Agustín, Roberto, Rayco, Humberto, Yoli, Acaymo, Marcos, Mayca, Pepe, Rubén, Julián, Blanca, Mari Cruz, y tanta otra gente buena cuyos nombres no soy capaz de recordar ahora. Como dije al principio, Isabel Medina no sólo no podía quedarse fuera de este esfuerzo compartido, sino que contribuye a cualificarlo todavía un poco más.
Este año, hace apenas algunas semanas, se conmemoraba el 40 aniversario de la muerte de Ernesto Guevara en una aldea perdida de Bolivia. Por esas fechas, como ustedes saben, se hizo pública la paradoja siguiente: un médico cubano le había salvado la vista hace pocos años al militar boliviano que ejecutó al Ché. En tiempos de Guevara, durante los años sesenta y posteriores, millones de jóvenes (y no tan jóvenes) anhelaban y pugnaban por un mundo más justo, fraternal y humano. Ahora también. Pero hoy lo hacen, lo hacemos, centrados en la idea de que construir un mundo bueno exige, a la vez, salvar el Planeta —salvar, en nuestro caso, la Isla—, de su casi segura destrucción ecológica. Cada generación debe realizar la tarea que le corresponde. Isabel Medina cumple la suya, asume un deber moral que va más allá de la literatura; y lo hace —para deleite de todos nosotros— con extraordinaria calidad artística y dignidad ética.
Los de mi generación, al menos quienes tuvimos la suerte de acceder a la lectura desde pequeños, crecimos con historietas como las de Tintín (que nos acercaba la realidad de Bélgica —un sitio muy llano y donde llovía un montón—, o a la mirada que los personajes de ese sitio construían sobre el resto del planeta. Otros, antes, entraron en la literatura con las historias godas de Roberto, Alcazar y Pedrín. ¡Ya era hora de que los niños y las niñas de nuestro pequeño país tuvieran la oportunidad de construir su imaginario y madurar como ciudadanos del planeta partiendo de aquello que tienen más cerca de su casa!
El libro casi termina diciendo: “…me dijeron que la naturaleza, la leyenda y la historia forman parte del magnífico entrelazado del hilo de la vida”. Y sólo un poquito más adelante añade: “Y no se enfaden si la señora Fantasía se me coló por las páginas del libro. También ella tiene derecho”. La importancia combinada, del derecho a imaginar y también del derecho a la memoria: como alguien dijo recientemente, en los pueblos no hay olvido. No debería haberlo. Isabel, que creció en este pueblo, recrea la memoria con libertad. Y lo hace, ya lo dije, como casi toda la literatura europea y universal. ¿Estamos construyendo los cimientos de una nación literaria, esto es, de una nación humana? La naturaleza, la historia y la leyenda de aquí ya son literatura. Buena literatura.
Ahora ya sí he terminado. Muchas gracias a todos. Y, sobre todo, Isabel, muchas gracias a ti.
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